La nueva anormalidad

El mundo se rompió. 
En mil pedazos o en dos o tres. Qué más da.
Nada volverá a ser lo que era.
Mucho menos nosotros.
Ni nosotros ni ellos: nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros padres, nuestras parejas.
No somos los mismos.
Porque aunque nos haya pasado por el costado, una pandemia no te puede dejar indemne.
Niños, jóvenes, adultos, ancianos. A cada uno le ha tocado su parte.
La soledad, el hartazgo, la ira, la frustración, la tristeza, el aburrimiento.

Boutique de emociones, dirían en Palermo.
Montañas rusas emocionales, dicen otros.
Inmersos en un mar de emociones que no sabemos gestionar. No teníamos los recursos para enfrentarnos a una pandemia. Y cuando digo recursos me refiero a todo tipo de recursos: físicos, emocionales, intelectuales y espirituales.
Maremoto de emociones, todas juntas y revueltas, en un mismo día e incluso varias veces por día.

Tanta desazón y sin poder compartirla con amigos.
Tantas ganas de jugar en la plaza con tus amigos y tener que conformarte con el living de tu casa y el plomo de tu hermano.
Tantas cosas para decir y nadie cerca para escucharte.
Tantos sueños, proyectos, viajes, fiestas, negocios que iban a ser y no fueron.

Y la incertidumbre.
Tema aparte para la incertidumbre que llegó para quedarse.
Pues sí. Llego para quedarse la que nunca se había ido. Siempre estuvo ahí pero vivíamos y planeábamos como si no estuviera.

Para sobrevivir y no volvernos locos de pensar que tal vez y solo tal vez, hoy es el último día de nuestra vida y ese viaje soñado no será posible, necesitábamos de la certeza. Falsa, claro.

La vida ya estaba llena de incertidumbre pero no queriamos verla.
Siempre estuvo ahí sentada, observando todo desde su costado de la mesa.
A veces nos miraba con sorna.
Otras con compasión.
Ay, si supieras, pensaba.

La nueva normalidad le dicen.
Nada más lejos de la realidad.
La normalidad no existe más.
No vamos a volver a la vida tal como la recordamos.

Acostumbrémonos, mejor, a pensar la vida en términos de nueva anormalidad.
Incorporemos la incertidumbre a la lista de amigos. Démosle un abrazo y ofrezcámosle un vino.
Llegó la hora de encarar cada día sabiendo/sintiendo que tal vez sea el último. 
O no.
Que la incertidumbre deje de ser una maldición para ser sólo lo que es. Algo ni bueno ni malo. Simplemente es.
Eso no significa que dejemos de planear ni mucho menos.
Sigamos planeando.
Y en grande. Si vamos a soñar que sea en grande.
Soñemos paladeando la incertidumbre.
Y planeemos cosas dignas de ser vividas.
Exprimamos esa incertidumbre.
Carpe diem es eso. Exprime el día.
Y que sea el jugo que nos tomamos cada mañana.

Ahora que ya no quedan dudas y sabemos que la vida son dos días, hagamos que sean memorables.
Que la nueva anormalidad sea esa.
No esperar ni siquiera lo inesperado.
Y aceptar el presente tal como lo que es: un presente.

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