Bajo la mirada atenta de William Morris

Fui al entierro de mí primo sólo por mí abuela.

Siendo nieto, fue más hijo que sus hijos.
El gordo fue su sexto hijo. 
El más débil y el que más dolores de cabeza le produjo.

La vieja quedó viuda con cuarenta y pico de años, cinco hijos, mucho ruido y pocas nueces.

Al tiempo se encontró con un bebito de veinte días en sus brazos al que tenía que cuidar más que a su propia vida.

Temas de salud infinitos, internaciones, operaciones, viajes, desvelos y angustias para todos los gustos.

Pero la vieja lo hizo todo por él.
Todo y un poco más.

Treinta y ocho años vivió.
.

Mi abuela había enterrado dos hijos en un mes y medio y cuando no habían pasado ni dos años de la muerte de mí papá y de mí tío, se murió Bryan.

La tendencia a la muerte en mí familia es insólita.

En fin.
Tal como dije, fui al entierro de mi primo sólo por acompañar a la vieja.

Si bien el Cementerio Británico es bastante amigable, sumado al hecho que tenemos bastante experiencia en el asunto, ese día no había como remontarlo.

Llovía.  
Por supuesto.  
Peor aún, garuaba.

Agua para molestar pero no tanto como para evitar que mí abuela estuviera presente.

Por el barro y el peligro frente a una caída, me quedé con ella a unos cuantos metros de la sepultura.

Lo que quedaba de la familia estaba ahí.

Enterrando a Bryan en la tumba que estaba mí papá que también fue su papá, y su hermano, y su tío.  

Fue un poco todo mí viejo.

Yo daba la espalda, porque era lo único que podía dar ese día.

Paraguas en mano, cubriendo a mi abuela de esa garúa de mierda que no cortaba y tratando de tapar con mi cuerpo la escena en cuestión.

Pero ella se movía y espiaba.
Miraba.
Enfocaba la vista y movía la cabeza con gesto de no poder creer lo que veían sus ojos.

- Qué lástima, dijo.

Yo atragantada de llanto no podía ni responder y miraba más allá de ella, más allá incluso del monumento de William Morris que por ahí anda.
 
Insistió.
- Qué lástima.  Justo que había empezado a crecer el pastito en la tumba de tu padre.

Yo no podía creer lo que escuchaba.

Dejé de mirar la estatua de William Morris y la miré a ella.

Ella me miró y se dio cuenta de lo que había dicho.

- ¡Vieja hija de puta! ¡No vine ni para enterrar a mí papá! 
¡Vengo acá por vos y a vos sólo se te ocurre mirar el pastito!

Estallamos en una carcajada tan desubicada que la tuve que abrazar para poder disimular.

A los ojos y oídos de todos los presentes, éramos una vieja quebrada y su nieta desmembrada, tratando de consolarla en uno de los días más tristes en la vida de ambas.

Y no se equivocaban.

Aún entre risas desubicadas, ese abrazo fue consuelo.  
Alivio.  
Sosiego.

Ojalá todos podamos tener ese tipo de abrazo.

Aunque sea en un cementerio.
O quizás precisamente ahí.
O en un bar.
O en el living de tu casa.
O en el supermercado.




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